A Quienes Aún Luchan en Silencio

Este artículo no es un texto más. Es el testimonio más personal que he escrito nunca: el relato de cómo sobreviví a cuatro depresiones severas y lo que aprendí de cada una de ellas.

11/28/2025

A veces la vida se rompe sin avisar.

Y lo más difícil no es caer, sino tener el valor de contarlo.

Este artículo no es un texto más. Es el testimonio más personal que he escrito nunca: el relato de cómo sobreviví a cuatro depresiones severas y lo que aprendí de cada una de ellas.

He decidido publicarlo aquí, en esta comunidad, porque hablar de salud mental también es liderazgo. Y porque sé que muchas personas —detrás de su perfil profesional— están librando batallas que nadie ve.

🎥 Aquí puedes ver mi testimonio antes de leerlo 👇, y al final del artículo te dejare un link al Podcast donde profundizo sobre mi experiencia

LO QUE NADIE VE CUANDO TODO PARECE BIEN

COMPARTIR MI HISTORIA PARA QUE OTROS NO SE SIENTAN SOLOS

Hoy quiero compartir mi experiencia, no porque la haya tenido escondida, que es lo que suele pasar, sino porque siento que puede ayudar a otras personas. Porque sé lo que es sentirse roto por dentro y aparentar estar bien; sé lo que es no entender por qué, si “tienes todo para ser feliz”, no consigues sentirte vivo. Y también sé lo que es salir, paso a paso, de ese túnel oscuro del que crees que no hay salida. A lo largo de estos años no solo no he escondido mis depresiones, sino que, cada vez que he percibido que alguien cercano atravesaba algo parecido, he intentado tenderle la mano.

Les he contado mi historia sin vergüenza, con honestidad, para darles luz, esperanza y el mensaje que más me habría gustado oír a mí: no estás solo, y se puede salir. En algunos casos, incluso los he acompañado a conocer a mi segundo ángel, porque el primero siempre será Gasparín: María Angustias, mi psiquiatra. Ella ha sido clave en mi vida, y gracias a su apoyo y a su manera humana de tratarme, aprendí que la depresión no se combate negándola, sino aceptándola y poniéndola en manos de quien sabe ayudarte.

EL SILENCIO DE LAS ENFERMEDADES MENTALES

Las enfermedades mentales tienen una peculiaridad: el silencio. No hacen ruido, no se ven, no dejan heridas visibles ni marcas en la piel, pero pueden doler más que cualquier fractura. Vivimos en una sociedad que entiende muy bien el dolor físico, pero sigue sin comprender el dolor del alma. Si te rompes un hueso, nadie duda de que debes ir al médico. Pero si te rompes por dentro, todavía hay quien cree que basta con “poner de tu parte”.

Nos cuesta aceptar que el cerebro también enferma, que el ánimo se descompensa, que los pensamientos pueden volverse grises sin razón aparente. Nos incomoda hablar de tristeza, de ansiedad, de desesperanza. Preferimos esconderlas bajo una sonrisa, bajo frases hechas o bajo un “todo bien” que en realidad significa “no puedo más”. Y así, poco a poco, se alimenta el silencio. Aún pesa demasiado el miedo al “qué dirán”, el estigma, la incomprensión. Y no es culpa de nadie: nos han educado para ser fuertes, para resistir, para no mostrar debilidad. Pero la depresión no entiende de orgullo.

Llega sin pedir permiso y te obliga a parar. Lo sé porque lo viví en carne propia. Recuerdo esa sensación de tener que fingir que estaba bien, de no poder explicar lo que me pasaba sin sentirme juzgado o incomprendido. A veces, las personas que más te quieren son las que menos te entienden. Y no porque no les importe, sino porque no saben cómo reaccionar. Lo hacen con buena intención, pero sus palabras pueden herir sin quererlo, como un golpe suave que duele más por dentro que por fuera. Y es que minimizar el dolor, restarle importancia o culpar a quien sufre no ayuda. Nunca. Lo que cura es la comprensión, el acompañamiento, el silencio compartido que dice: “No sé cómo ayudarte, pero aquí estoy contigo.”

CUANDO LAS PALABRAS HIEREN

Durante mis depresiones, escuché muchas frases bienintencionadas, de esas que la gente dice con el corazón, pero sin comprender del todo lo que hay detrás del sufrimiento emocional: “Tienes que poner de tu parte.” “Hay gente que está peor que tú.” “No es para tanto.” “Sal de casa, anímate un poco.” “Lo que tienes que hacer es distraerte.” “Tú no pareces deprimido.” “Eso se te pasará.” “Tienes todo para estar bien.”

Todas dichas desde el cariño, pero todas igualmente dañinas. Lo que en apariencia son consejos, en realidad se convierten en pequeñas dagas que agrandan la herida. Cuando estás dentro de una depresión, esas frases te hacen sentir aún más solo, más incomprendido, más culpable por no poder “ser feliz” o “animarte.” Recuerdo que, cuando me las decían, sonreía por fuera y callaba por dentro. Pensaba: “ojalá supieran que, si pudiera animarme, ya lo habría hecho.” Porque la depresión no se cura con voluntad, ni con frases bonitas, ni con comparaciones. No es falta de actitud. No es debilidad. Es una lucha silenciosa contra uno mismo, y en esa batalla las palabras importan. Mucho. Hoy sé que lo que realmente ayuda es escuchar sin juzgar, acompañar sin imponer y sostener sin exigir.

Que la frase más sanadora que se le puede decir a alguien que sufre no es un consejo, sino una presencia. Un simple: “Estoy aquí contigo. No estás solo. Te creo.” El acompañamiento no siempre necesita palabras. A veces basta con estar, con mirar a los ojos, con un silencio compartido que dice más que cualquier discurso. Porque cuando el alma duele, lo que más cura no es que te digan cómo salir, sino que alguien se siente a tu lado mientras buscas tu propio camino.

MIS DEPRESIONES

Las mías siempre fueron endógenas, es decir, no tuvieron una causa externa evidente. No aparecieron tras una pérdida, un problema laboral o una ruptura. Llegaron solas, sin avisar, como una nube densa que se instala poco a poco en la mente y lo tiñe todo de gris. Y eso es lo más desconcertante: no hay un “por qué” al que agarrarse.

Con el tiempo comprendí que estas depresiones nacen de desequilibrios químicos en el cerebro, de esos pequeños desajustes invisibles que regulan la serotonina, la dopamina o la noradrenalina, y que, cuando se alteran, cambian por completo la forma de sentir, de pensar y de mirar el mundo. Es como si el cuerpo siguiera funcionando, pero el alma se quedara sin batería.

En cambio, la depresión exógena, la que surge por una causa externa, suele tener una explicación visible: una pérdida, un trauma, una decepción, un cambio vital. Y aunque también es dolorosa, suele responder mejor a la terapia emocional, porque al sanar la herida, la mente empieza a respirar.

La depresión endógena, sin embargo, no depende de nada externo. Es biológica. Invisible. Implacable. Y eso la hace aún más difícil de comprender. Te preguntas una y otra vez: “¿por qué me siento así si todo está bien?”… y no hay respuesta. Solo un vacío que duele. Y eso es lo que más desespera: saber que no es cuestión de voluntad, sino de biología.

No es flojera ni tristeza pasajera. Es una enfermedad real del cerebro, tan física como una diabetes o una hipertensión, solo que mucho menos visible. Y lo invisible, a veces, es lo más difícil de explicar.

Durante mis crisis, había días en los que todo se hacía enorme: levantarme, ducharme, comer, salir de casa. Sentía el cuerpo pesado y la mente nublada, como si todo el esfuerzo del mundo no alcanzara para mover un solo paso. No era desánimo, era una incapacidad real para sentir energía, ilusión o sentido de vivir.

Por eso es tan importante hablar de ello con naturalidad. Porque mientras más se entiende la naturaleza biológica de la depresión, menos culpa y más esperanza hay. Con tratamiento profesional, acompañamiento y paciencia, mucha paciencia, se puede salir. Lo sé porque yo lo he hecho cuatro veces. Y cada una me ha enseñado algo distinto sobre la fragilidad, la fortaleza y la belleza de volver a empezar.

LA PRIMERA DEPRESIÓN: ADOLESCENCIA Y OBSESIONES

La primera llegó en plena adolescencia, esa etapa en la que todo es confuso y uno intenta descubrir quién es, qué siente y hacia dónde va. En mi caso, esa búsqueda se cruzó con un torbellino de obsesiones que me atrapaban sin entender por qué. Con el tiempo supe que aquello tenía nombre: trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), es decir, conductas de orden y control llevadas al extremo.

Sentía una necesidad constante de tenerlo todo bajo control, y ante la más mínima alteración, la ansiedad se desbordaba sin medida. Leía cada cartel que encontraba por la calle, revisaba una y otra vez lo que había hecho, y me aseguraba compulsivamente de que nada quedara fuera de lugar. Recuerdo subirme los calcetines una y otra vez, comprobar mil veces si había cerrado la puerta, el gas o cualquier otra cosa, ordenar con precisión obsesiva todo lo que me rodeaba, y salir corriendo de los baños públicos por un miedo irracional a que explotara una bomba.

Aquel miedo era irracional, pero completamente real. Mi mente vivía en alerta permanente, como si algo terrible fuera a pasar en cualquier momento. Y lo peor no era el miedo, sino la culpa por no entender lo que me ocurría. Me sentía diferente, raro, atrapado en mis propios pensamientos, incapaz de explicarlo a nadie.

Mi madre, con su intuición infinita, fue quien realmente salvó aquella situación. Supo que aquello no era simple nerviosismo adolescente. Ella, que siempre ha tenido una mirada capaz de ver más allá de lo que los ojos muestran, decidió llevarme a un especialista, aunque yo me negaba rotundamente. No quería ir, me daba vergüenza, me costaba aceptar que necesitaba ayuda. Pero lo hizo igual, y gracias a eso conocí a una de las personas más importantes de mi vida.

Así apareció María Angustias, mi segundo ángel —porque el primero siempre será Gasparín—. Ella me recibió sin juicio, sin prisas, sin etiquetas. Me escuchó con paciencia y supo ver lo que yo no entendía. Puso nombre a mi sufrimiento, me explicó lo que me pasaba y me trató con la medicación justa, la necesaria para que mi mente dejara de correr a mil por hora.

A partir de entonces comenzó un proceso de reconstrucción. Poco a poco, la niebla mental empezó a disiparse y empecé a entender algo fundamental: que la mente también se enferma y necesita cuidados, igual que cualquier otra parte del cuerpo. Aquella primera experiencia me marcó para siempre. Me enseñó que pedir ayuda no es rendirse, sino dar el primer paso hacia la curación.

LA SEGUNDA DEPRESIÓN: JUVENTUD Y CONSCIENCIA

La segunda depresión llegó al terminar mis estudios universitarios, en un momento que, en teoría, debía ser de ilusión, de proyectos y de futuro. Pero a veces, cuando el cuerpo por fin se detiene después de años de esfuerzo, la mente aprovecha para colapsar. Eso fue lo que me pasó. Fue silenciosa, lenta, casi imperceptible al principio. Un día me sentía cansado, al siguiente desmotivado… y sin darme cuenta, me fui apagando poco a poco.

Nada parecía tener sentido. Lo que antes me emocionaba dejó de hacerlo, y esa sensación de vacío se fue apoderando de todo. Me levantaba sin ganas, estudiaba sin interés, hablaba sin ilusión. Era como vivir en blanco y negro, rodeado de gente que veía el mundo en color. Intentaba disimular, forzar una sonrisa, pero dentro de mí sabía que algo se estaba rompiendo otra vez.

Y ahí apareció Begoña, que en ese momento era mi novia. Su papel fue tan importante como valiente. Supo ver lo que muchos no veían, y no me soltó ni un segundo. Me sostuvo con paciencia, con cariño, con esa mezcla de firmeza y ternura que solo tienen las personas que aman de verdad. Recuerdo cómo me miraba a los ojos y me decía: “Esto no eres tú, pero vas a volver.” Y tenía razón.

Gracias a ella, volví a contactar con María Angustias, que me recibió con la misma cercanía y profesionalidad de siempre. Me explicó que las depresiones, cuando no se tratan a fondo o cuando se arrastran en silencio, pueden regresar con el tiempo. Volvimos a trabajar juntos: medicación, terapia, y sobre todo, conversaciones profundas que me ayudaron a entender lo que hasta entonces había ignorado: que no se trata de huir del dolor, sino de aprender a escucharlo sin miedo.

Esa etapa fue durísima, pero también fue una lección de madurez emocional. Por primera vez comprendí que conocerme a mí mismo no era una opción, sino una necesidad. Empecé a hacerme amigo de mis emociones, a observarlas sin juzgarlas, a aceptar que sentir tristeza o vulnerabilidad no me hacía débil. Begoña fue mi gran aliada en ese camino: me acompañó cuando ni yo me soportaba, me quiso cuando no podía quererme, y me devolvió poco a poco a la vida.?

LA TERCERA Y CUARTA DEPRESIÓN: LAS MÁS DURAS

Pasaron los años, y como suele ocurrir cuando uno se siente estable, empecé a creer que ya sabía cómo manejarme. Pensaba que lo tenía todo bajo control, que había aprendido a reconocer los síntomas y que, en cierto modo, estaba “curado”. Pero el cerebro tiene memoria, y el cuerpo también. Son pacientes y silenciosos: esperan, observan… y cuando bajas la guardia, te lo recuerdan.

Dejé la medicación sin consultarlo, poco a poco, con la falsa sensación de que ya no la necesitaba. Creía que estaba bien. Pero la mente, cuando se descompensa, no avisa con ruido; lo hace en silencio, con pequeños síntomas que uno ignora: el sueño que se altera, la energía que se va, el pensamiento que se oscurece. Hasta que un día me derrumbé.

El corazón me latía a mil por hora, como si quisiera escapar de mi cuerpo. El cansancio era insoportable, y cada día se convirtió en una batalla contra mí mismo. Recuerdo ir a trabajar con el alma rota, hacer un esfuerzo inmenso por aparentar normalidad, entrar varias veces al baño para llorar a escondidas, y después secarme la cara para seguir como si nada. Nunca pedí una baja médica. El miedo, la responsabilidad y el orgullo pesaban más que el dolor. Era como si aceptar que estaba mal fuera una derrota. Hoy entiendo que lo que realmente me estaba derrotando era no pedir ayuda a tiempo.

Una vez más, Begoña fue mi pilar. Ella lo notó antes que nadie. No tuvo que preguntarme; bastaba con mirarme para saber que algo en mí se había roto de nuevo. Fue ella quien contactó con María Angustias desde la distancia, quien me animó a no rendirme y a confiar de nuevo en el proceso. Recuerdo que María Angustias fue muy clara: “Tu cerebro necesita una química de mantenimiento para funcionar.” Y tenía razón. Mi mente necesitaba equilibrio, y negarlo solo alargaba el sufrimiento. Con el tratamiento adecuado, volví poco a poco a estabilizarme, a respirar, a recuperar algo de calma interior.

Pero poco después llegó la cuarta depresión, la más dura de todas. Coincidió con mi traslado a Alicante y con un cambio importante en el trabajo. De repente, todo me daba miedo. Cada decisión, cada tarea, cada llamada se convertía en una montaña imposible de escalar. Volvía a casa cada día vacío, derrotado, con un nudo en la garganta que me ahogaba. Lloraba sin saber por qué. Comía sin hambre. Dormía sin descansar. Me sentía un espectador de mi propia vida.

Mis hijos, ya mayores, empezaron a notar que algo no iba bien. Me veían apagado, sin energía, sin ilusión. Intentaban animarme, pero no entendían qué me ocurría, y eso, lejos de aliviarme, me dolía aún más. Sentía que los estaba defraudando. Fue devastador.

Cuando por fin acudí a María Angustias, lo primero que hizo fue enfadarse conmigo, con cariño, con esa autoridad que nace del amor y la experiencia, por no haberla llamado antes. Me dijo que no debía enfrentar esto solo, que la mente no avisa, y que había que cuidarla con la misma disciplina con la que se trata cualquier enfermedad crónica. Y una vez más, me salvó. Me ayudó a parar, a respirar, a reencontrarme conmigo mismo.

Esa cuarta depresión me enseñó una lección que nunca olvidaré: la estabilidad no es ausencia de dolor, sino aprendizaje constante. Entendí que mi equilibrio emocional necesitaba mantenimiento, cuidados y humildad. Y que pedir ayuda no era rendirse, sino seguir viviendo.

VIVIR CON CONSCIENCIA Y ESPERANZA

Hoy vivo en equilibrio. Sigo con una medicación de mantenimiento adaptada a mi evolución, y me conozco tan bien que soy capaz de detectar los primeros síntomas antes de caer. He aprendido a escucharme, a observar mis emociones sin miedo y a no juzgarme por tener días grises.

Es cierto que hay días y momentos en los que noto señales que podrían anunciar una recaída: cansancio mental, tristeza sin motivo, una ligera falta de energía o desánimo. Pero ahora soy consciente, y esa consciencia lo cambia todo. Sé cuándo parar, cuándo descansar, cuándo pedir ayuda o simplemente aceptar que no todos los días tienen que ser luminosos. Si tengo un mal día, pues es lo que hay. Lo importante no es evitar el dolor, sino aprender a convivir con él sin dejar que nos domine.

Con el tiempo también he comprendido algo que creo que todos deberíamos normalizar: la mayoría de las personas, en algún momento del año, experimentan uno, dos o incluso tres síntomas de los que definen una depresión, que son unos siete, al mismo tiempo y con una duración más de dos semanas. Pero, como suelen ser pasajeros y no se prolongan más de dos semanas, la mayoría logra salir de ellos sin darse cuenta. Sin embargo, eso no significa que no debamos prestarles atención.

Estoy convencido de que, si todos fuéramos al psicólogo con la misma naturalidad con la que vamos al médico, si buscáramos herramientas para gestionar una punta de estrés, un día triste o una etapa de confusión emocional, viviríamos mucho mejor y con más tranquilidad. Aprenderíamos a prevenir en lugar de curar, a entender nuestras emociones antes de que se vuelvan abismos.

Hoy sé que no somos débiles por necesitar apoyo. Somos valientes por reconocerlo. Hablar salva. Escuchar también. La ayuda profesional no es un signo de fragilidad, sino de responsabilidad con uno mismo y con los que nos rodean. Y si mi historia consigue que una sola persona dé ese paso, que alguien se quite la vergüenza de pedir ayuda, que entienda que de esto también se sale, entonces ya habrá valido la pena compartirla.

Porque la vida no es perfecta, pero sigue mereciendo la pena. Siempre.

Una conversación sincera de 35 minutos sobre pedir ayuda, enfrentar la oscuridad y descubrir la fuerza que te permite volver a levantarte.

Muchos se sorprenderán al leer esto. Llevaba tiempo queriendo escribirlo, pero nunca encontraba el momento. Quizá porque hacerlo significaba volver a mirar de frente algo que dolió mucho. Hoy sí. Hoy siento que ha llegado el momento de hacerlo sin miedo ni vergüenza, con una sola intención: tender la mano a quienes aún están luchando en silencio.

Siempre he sido visto como alguien alegre, optimista (que no ingenuo) y fuerte. De esas personas que parecen tener siempre una sonrisa lista, incluso cuando la vida golpea sin piedad. Alguien que, aun entre lágrimas, busca una razón para seguir adelante. Lo hice entonces, cuando tuve que aprender a vivir con la ausencia de mi hijo Gasparín. Quizá por eso, muchos se sorprenderán al leer estas palabras. Sé que puede sonar contradictorio. La imagen que mostramos no siempre refleja lo que sentimos. Por fuera todo parecía en orden: familia, trabajo, proyectos, ilusión… Pero por dentro, mi mente libraba una batalla silenciosa, de esas que no se ven, pero desgarran. Porque la depresión no entiende de apariencias, ni distingue entre los fuertes y los frágiles. Llega sin pedir permiso, y poco a poco, va apagando la luz que llevamos dentro.